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  • Foto del escritorMI RAVEN

El caballo que nunca llegó a Troya



—Te contaré un secreto, algo que no se enseña en tu Templo —masculló el muchacho acortando la distancia con la joven que tenía a centímetros de él—. Los Dioses nos envidian y lo hacen porque somos mortales, porque cada instante nuestro podría ser el último; todo es más hermoso porque hay un final. Nunca serás más bella de lo que eres ahora, así como nunca volveremos a estar aquí.



—Palabrerías mortales, de esas que solo ellos saben decir para cortejar a una dama. Desafiar a sus Dioses con el fin de pretender mostrarse superiores a nosotros. ¡Estupideces!, se olvidan que nosotros gobernamos sus vidas.


—Olvídalos Apolo —dice mi hermana Artemisa deshaciendo la imagen por la que contemplábamos a los mortales.


—Ella es troyana y no me ha defendido —le hice ver, ofendido por a la actitud de una troyana devota a mí, e ignorando al espartano, fiel a Ares.


—Las mujeres como ella son débiles y se vuelven idiotas frente a hombres como Aquiles —asegura restándole importancia.


—Al menos me complace saber lo que les pasará.


Una suave risilla se me escapa de los labios, con intenciones de volver a recrear la escena de su final. Aquiles muere y ella sufre por el resto de sus días ante su pérdida. Los troyanos pierden la guerra y tan solo porque yo introduje la idea del caballo en la mente de un guerrero, tras mi enfado contra una inmoral pareja de troyanos.


—¿Reproducirás también el encuentro fortuito entre los amantes? —interroga Artemisa con una cara de asco, apartando la vista.


No, esa sinvergüenzada jamás será digna de volverse a ver. Dos amantes revolcándose, retozando a los pies de mi escultura. ¡En mi Templo! Algo imperdonable, algo que orquestó la derrota de los troyanos.

Mis ojos taladran a mi hermana, la cual, cansada de mí, se esfuma. Ahora se me han quitado las ganas de rememorar la historia.



—Siempre has sido muy caprichoso, a veces no sé si tanto como Afrodita —comenta Atenea saliendo de entre las sombras. A ella le encanta enterarse de todo y criticar en el proceso si le es posible.


—Era una conversación entre Artemisa y yo —aclaro dispuesto a dejar la sala con tal de no verla.


—Cierto, —asiente—¿sabes?, en las últimas décadas también he estado recordando este mito.


Centro mi mirada en ella, según las versiones oficiales yo implanté la idea del caballo, mas, el resto no sabe que también guié la flecha de Paris al blanco: al tobillo de Aquiles, y no deberían saberlo.


—¿Qué hubiera pasado si Aquiles no nos hubiese ofendido esa noche? —supone señalando el lugar donde antes estaba Aquiles y la troyana—. ¡Oh! ¿Qué habría pasado si esos escurridizos mortales no hubiesen mancillado tu Templo? —comenta, dejando caer sus ojos en mí. Sé que lo ha descubierto—. ¡O... ! —continua hablando, sus ojos arden, fuego saldrá pronto de ellos— Y si tú no hubieses clavado una flecha sobre Aquiles...


—Yo no disparé a Aquiles —digo, apresurado, en un intento por defenderme, aun cuando sé que es imposible.


—Pero guiaste la flecha —acusa, por la seguridad de sus palabras, confirmo que me ha pillado—. Dime Apolo, ¿qué castigo pondrá Zeus sobre ti al enterarse que mataste al que alguna vez pudo ser su hijo? ¿O Poseidón? Él también quería la mano de Tetis, ¿no?


Tetis era la madre de Aquiles y en su momento tanto Zeus, como Poseidón y como Peleo quisieron convertirla en su esposa. Al final terminó siendo para Peleo, sin embargo, ambos Dioses guardaron en secreto un gran afecto a la joven y al guerrero al que posteriormente dio a luz.


—Nada, porque tú no dirás nada —aseguro fulminándola con mi mirada, yo también podía quemarla con ella si me lo proponía.


—Ahora que lo pienso, a Ares también le arderán las venas al enterarse. Hizo varias apuestas y pactos a favor de Aquiles, ahora sabrá que murió bajo tu mano y no la de Paris, no puedo imaginarme cómo...


—¡¡¿Qué es lo que quieres?!! —grito, acto seguido, la insoportable Diosa me levanta la mano en señal de respeto y sumisión. Siempre le ha molestado que le alcen la voz, peor aún, ella nunca lo ha hecho y, solo por ello, resulta imposible reprocharle su comportamiento.


—Deshaz lo hecho —aclara directa al grano.


—¡No puedo desviar la flecha! El Olimpo entero se enteraría —dramatizo con la intensión de que la sabia Diosa mostrara un poco de compasión, no obstante, trataba con la Diosa equivocada, Atenea nunca había dado muestras de empatía.


—Retira la idea del caballo de madera —murmura poniendo los ojos en blanco, idiotizándome en el acto.


—Entonces no habría una gran guerra.


—¡Oh, claro que la habría y Esparta perdería en ella!


—¿Qué interés tienes tú en que Esparta sea derrotado? Ares me mataría por ello.


—No... —masculla la infame deidad con una mueca de aburrimiento en la cara, luego con un movimiento de mano me indica que no debo preocuparme, no estoy tan convencido como ella—. No me interesa que Esparta sufra, sino que Aquiles viva —comenta, ofreciendo su mano a la espera de que la estreche y acepte el trato.


—Atenea enamorada de Aquiles...


Sus ojos humean, sus manos, si pudieran, correrían a mi cuello, pero es toda una dama y no se rebajaría a esas niñerías.


—No voy a estar aquí todo el día —responde en cambio, fingiendo que su brazo se ha cansado de estar estirado.


—Lo haré, pero enséñame que ocurrirá —mi voz pretendía sonar curiosa, pero elegante y con carácter, mas, tras emitirla, ha terminado por sonar suplicante y desesperada. Aquello arquea las cejas de Atenea y las serpientes de su boca tiran de la piel de sus labios, haciéndola sonreír.


—Bueno, si insistes...


Me invita a sumergirme en una nube celestial, aquella que mostraba el mundo como Atenea lo imaginaba, comenzando desde la muerte que ella le habría concedido a Aquiles y fue hacia atrás.


Aquiles moriría en una cama, de viejo, sobre la que estaría sentada aquella troyana, rodeada de críos que lamentarían y recordarían su partida. Aquiles viviría una larga vida, una feliz existencia, lejos de guerras y muerte. Aquiles no pelearía en la batalla contra Troya, sino que se habría ido de la isla con la troyana entre sus brazos y Patroclo...


Patroclo no moriría, por lo que Héctor, el rey de los troyanos, no sería asesinado por Aquiles como venganza por matar a su Patroclo.


—Mi caballo no influye en Patroclo, eso ocurrió antes —hago notar, pues la Diosa ha hecho más de un cambio en la historia del mundo.


—Patroclo no acudirá a la batalla en la que desobedeció a Aquiles, Afrodita se encargará de ello, —masculla. Después, alza un dedo y matiza— pero si tu caballo aparece, entonces Patroclo volverá a desobedecer a Aquiles y allí perecerá, convirtiendo a Aquiles en un hombre sin alma.


—Comprendo.


Sin mi caballo, los troyanos vencerán, no obstante, para ese momento Aquiles y los suyos estarán muy lejos, pues Aquiles se ha enamorado cada día más de esa troyana y ahora la guerra ya no le interesa.


—¿Por qué tanto interés en él? —me atrevo a preguntar casi seguro de que Atenea me ignorará, pero entonces, me muestra una escena más.


<<Los Dioses nos envidian y lo hacen porque somos mortales, porque cada instante nuestro podría ser el último; todo es más hermoso porque hay un final. Nunca serás más bella de lo que eres ahora, así como nunca volveremos a estar aquí>>.


—Tiene razón, son efímeros, pasionales, impulsivos y los olvidaremos con facilidad, mas son hermosos.


Mis ojos se clavan en ella, Atenea jamás se había mostrado tan compasiva o sensible ante un humano, mucho menos un hombre, un guerrero. Ser la Diosa de la sabiduría la alejaba de aquellos panoramas.


—Troya era mejor que Esparta, Aquiles era mejor que cualquier rey al que servía, Héctor no merecía la muerte y Tetis... ella anhelaba el retorno inesperado de su hijo —suspira mirando la escena que comparte la pareja—. ¿Se le puede llamar desafío a aquello que es cierto?


—Bien, perdonaré el insulto del guerrero a los Dioses y dejaré correr la ofensa de los amantes a mi Templo, les permitiré un poco más de vida a los Troyanos —accedo convencido de los argumentos de Atenea. Cambiaremos el curso de la historia, el futuro, probablemente esto incomode a unos cuantos Dioses, mas, le concederé su capricho a Atenea, puede que así, incluso los mitos que nos tachan de odiarnos, también desaparezcan.




MiRAVEN

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