Juzgado porque sí
- MI RAVEN
- 13 may
- 2 Min. de lectura
Estaba sentado en la mesa al fondo del restaurante, esperando a que me trajeran mi comida. Leía, sintiendo las miradas sobre mi nuca. Ya me había acostumbrado a darles la espalda a las personas, a causa de la molesta sensación que provocaban en mí. Sin embargo, había ocasiones en que mi cuerpo sufría por el disparo de sus ojos.
Los murmullos no se quedaban atrás; daba igual que yo viviera en el país de manera legal, importaba poco que incluso mi trabajo fuera honrado y mucho mejor pagado que el de muchos de los presentes. Mi origen les daba el “derecho” a opinar sobre cómo ellos suponían que era mi vida.
De pronto, aquella mirada fue más intensa que las demás. Lo sentí levantarse de su sitio y caminar hacia mí. Era un borracho, pues el ruido de cada persona incordiada por el individuo era prueba suficiente para mi afirmación. Estaba cerca, demasiado cerca, y yo debía darme la vuelta.
—¡Ey, tú! —me gritó. Me mantuve en mi sitio, sin virar el rostro, leyendo la página del periódico y esperando mi comida.
—Sudaca, vete a tu país —chilló en esta ocasión. Un par de seres humanos le pidieron sensatez, aunque el ebrio había ingerido demasiado alcohol como para poder entrar en razón—. ¡Sudaca!
Respiré. Después pasé la página a la sección de deportes. Tal vez el fútbol retirase de mí la incómoda situación.
Dos pasos más, luego otros. Demasiado cerca.
—Sudaca —siseó el hombre cuando ya había llegado a mi lado. Levanté los ojos del papel y elevé las cejas, dándole la oportunidad para hablar—. Sudaca —suspiró, eructando al tiempo en que lo decía.
—Señor, yo entiendo que hay muchos inmigrantes que han venido a este país de manera ilegal y que trabajan por muy poco, quitándole el trabajo a personas como usted, pero yo no soy uno de esos. Siento no poder ayudarlo —expliqué con toda tranquilidad, buscando la manera de no entrar en un enfrentamiento innecesario con el hombre.
—¡No sé qué hacéis aquí, sois unos aprovechados! ¡Debería daros vergüenza! —berreaba.
Un camarero se acercó hasta nosotros, apurado y afligido. Una pena, me habría gustado no tener que llegar hasta este punto.
—¿Algún problema señor? —cuestionó el empleado.
—Sí, no sé por qué permitís que un sitio de este nivel atienda a este tipo de sujetos — farfulló el bebido, tambaleándose hacia adelante y hacia atrás, a punto de quedarse inconsciente.
—Yo también me lo pregunto muchas veces —aseguré, al ver el auténtico estado en el que se encontraba.
—Jefe, ¿quiere que lo eché del restaurante? —inquirió mi trabajador, a lo que me vi en la obligación de asentir y pedirle con la mano que lo retirase de mi vista.
En ese momento llegó mi comida. Dejé el periódico y las miradas de la gente se desvanecieron. Una pena: si uno no informa que es el dueño, lo juzgan como si fuera un delincuente.

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