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  • Foto del escritorMI RAVEN

Rafael

Hace poco tomé la decisión de participar en el Certamen Literario de Narración Corta "Jorge Guillén" y tuve la fortuna de ser ganadora de la categoría A del mismo. He querido dejar aquí el texto con el que concursé, espero que les guste.


Parte 1: Juventud


Mi nombre es Rafael, tengo setenta y muchos años, y llevo ciego casi una década. La verdad es que no sé cómo luzco hoy en día. Mi mujer habla de mi aumento de barriga, canas y arrugas, sin embargo, no podría confirmarlo, ella siempre tiende a exagerar las cosas. Aún con todo esto, reconozco que mi vista es mejor que hace años, todo es más hermoso a través de sus ojos. Desde que los míos son blancos, ella me describe todo lo que nos rodea. Es una gran relatora y evita que me pierda o desentienda. Resulta paradójico descubrir la belleza ya, cuando la luz y los colores, son imperceptibles a la retina.


Me gusta pasear por las calles mientras Pepi me habla de las personas que pasan junto a nosotros. Siempre habla de ellas con respeto y cierta admiración, un acto envidiable, en el buen sentido de la palabra. Disfrutamos de la vida. Son muchos años de matrimonio, pero para nosotros solo han pasado unos instantes. Tenemos hábitos, como cualquier pareja de casados. El nuestro, en particular, es salir a desayunar todos los domingos al mismo bar que hace cincuenta años. Nos tomamos un café y degustamos de una tostada sencilla: pan, aceite y tomate. Luego yo pago, sacando el billete que no puedo ver, de la cartera vieja que sí puedo recordar y el camarero nos da nuestro cambio sin estafarnos. Bueno, al menos eso espero, ya que el chico es nuevo y aún no lo conozco como a su jefe. Por último, caminamos de regreso a casa, pasando irremediablemente por la iglesia del barrio. Yo siempre pretendo no ser consciente de que estamos frente a ella, no obstante, es imposible hacerse el ciego frente a mi acompañante, la cual se detiene unos segundos ante la estructura entre pidiéndome y exigiéndome nuestra incorporación a la misa. Galante yo, doy en cada ocasión mi brazo a torcer, entrando a escuchar la palabra del Señor.


Dentro de la iglesia, saludamos a nuestros conocidos de toda la vida, minutos después el padre expone su conversación habitual sobre el bien y el mal. Ahora que soy ciego y mis ojos no se despistan con el físico y los gestos de la gente, comprendo mejor las palabras de las personas, y puedo jurar que el relato del padre es exactamente el mismo cada semana. Sin embargo, como buen marido, finjo equivocarme e intento encontrar las variedades entre las semanas. No obstante, no todo es malo, hay un momento distintivo en cada ceremonia, el famoso "daos la paz del Señor". Es el momento en que diversas personas se dan la mano entre ellas y se desean la paz, lo curioso de dicho gesto, no es decirse "la paz" o darse la mano, en mi caso, es quién me la da.


Mi mujer continuamente toma mi mano y la ofrece a las personas que nos rodean. Ellos la toman y la estrechan de diferentes maneras. Me divierte conocer los distintos tactos, tamaños y formas de sus manos o con qué firmeza o delicadeza la aprietan. En ocasiones puedo identificar sus manos y saber que ellos ya me han tocado antes. Es una grata sensación que me llena de júbilo.


Recuerdo con especial cariño la mano de una jovencita. Su mano era cálida, pequeña y muy suave, el entrelazo con ella fue tierno y dulce, muy gentil, muy cuidadoso y sumamente respetuoso. Sin poder evitarlo le di las gracias tras separar nuestras manos y la sentí marchar. No supe cuál fue su reacción, pues las palabras salieron de mi boca después de que Pepi soltara mi mano y estrechara la suya con la de otra persona, por lo que mi querida esposa no prestó especial atención en la muchacha. Desde entonces he esperado volver a encontrarla. Su caricia humana y sincera me recuerda a la juventud.


Parte 2: Y si volvieras…


Te echo de menos. No me había dado cuenta, pero así es. ¿Cómo se puede extrañar a alguien con quien no has cruzado palabras?


Rafael es un hombre de edad avanzada, las canas, sus arrugas y miles de detalles más lo delatan. Sus ojos, de un tono marrón, resaltarían el color de su piel si el gris muerto no cubriera parcialmente su vista apagándola y dejando aún más en evidencia, su aparente desligamiento o ausencia del mundo. Es un hombre con manos cálidas y viejas, pero fuertes, muy firmes. Es elegante, todas las semanas va con una camisa a cuadros, de tonos albinos que varían desde el blanco hasta el lino. La lleva abotonada hasta arriba, como todo un señor, y con un pañuelo crema en el bolsillo junto a su corazón, como todo caballero. Sus pantalones siempre están planchados y contrastan, por su tono oscuro, con la camisa clara. Su cartera sobresale sutilmente del pantalón cuando se sienta, puedo ver que es pequeña, marrón y muy fina. Sus zapatos siempre están boleados y relucen cuando la luz los toca. No obstante, a pesar de su refinada apariencia, Rafael es humilde, sencillo. Espero que siempre haya sido así y que su ceguera no fuese el detonante para la personalidad que hoy veo.

Su mujer lo acompaña en todo momento, sentados todas las semanas en el mismo lugar. Ella siempre lo ayuda sin pesar, con cariño, aun así, creo que es una mujer de carácter fuerte y poco afable. Casi nunca sonríe, sus ojos no brillaban mucho cuando alguien le habla, creo que eso la hace aún más especial a mis ojos, su atención para con su marido es francamente conmovedora.


Ahora ya no la veo, también es mayor de edad y me temo que se haya marchado. Siempre temí que fuera Rafael el primero, mas…


Intuyó que la reciente infelicidad en el rostro de Rafael reside en la falta de su mujer; sufre por ello, por su pérdida, porque ya no se hacen compañía.


Ahora también Rafael ha dejado de venir. Lo comprendo. Desde la partida de su esposa, supongo que visitar la iglesia se volvió en una situación un tanto más complicada, ya que siempre se movía al lado de ella y no con ayuda de un bastón blanco.


Me gustaría volver el tiempo atrás. Me gustaría haberte saludado con frecuencia, acercarme a ti y entablar conversación. Me habría gustado volver a tomar tu mano, volver a oír tu suave voz, grave y seca, pero tierna. Me recuerda a la voz de mis abuelos, vieja.


Me arrepiento de no haberme sentado a tu lado, de no ser tus ojos, de no ser un punto de apoyo para ti, de que te sintieras solo, porque así te veías, solo, sin la figura de tu esposa al lado, sin su mano sobre tu brazo, sin sus ojos en tu camino. Me gustaría volver a verte, que volvieras a nuestro sitio de encuentro. Echo de menos el espacio que ocupabas en aquella banca y creo que el resto también, nadie ocupa vuestro lugar.


Si vuelvo a verte, si te sientas otra vez en esa banca, prometo tomar tu mano y decir las palabras que una vez tú me dijiste, "gracias". Aunque no me reconozcas, aunque nunca sepas desde hace cuánto te observo, aunque jamás te diga que la mano que tomaste ese día era la mía y que, al tomarla, te llevaste parte de mi alma. Porque desde entonces me fijo en ti, con curiosidad, amabilidad, ternura, cariño. Sí, mucho cariño, por un extraño que me recuerda lo lejos que mis abuelos están y lo cerca que tú te encontrabas. Vuelve, Rafael.


Parte 3: Vejez


Ya no salgo de casa, ya no como antes. Mis hijos, a veces, vienen a verme. En el fondo prefieren no hacerlo. La voz de Pepi ya no puede comunicarme con el mundo, estoy solo. ¿Dónde estás, vida? Mis hijos me han puesto a alguien que se encargue de mí, porque me niego a dejar mi casa, sin embargo, aquel enfermero no es capaz ni de entablar una conversación interesante. Me siento solo.


Hoy es domingo, pero otra vez mi hija no ha venido, volveré a faltar a la iglesia.


Tantos años pasé intentado saltarme aquellas visitas rigurosas, evitando la voz del padre y sus sermones, estar de pie durante largos minutos y cansarme sólo porque era parte del ritual religioso. Ahora siento que lo echo de menos.


Pasa el tiempo y yo siento que va demasiado lento. Ahora conozco el significado de la palabra “aburrido”. Me siento durante horas esperando comidas o el final de los días. Las coplas de mi mujer ya no suenan, los paseos a medio día nunca llegan y sus anécdotas de mercado se desvanecieron.


¿Dónde estás, mi vida? ¿Por qué no me reclamas a tu lado?


Otro domingo, y otro después de ese, y dos más tras el siguiente, pero este sí has venido. “Hola querido hijo, gracias por llevarme a la iglesia”.


Entré, mi hijo me deja en la banca, en nuestro sitio habitual, luego se despide y menciona que volverá después por mí. El aire se vuelve fresco en cuanto él se va de la iglesia. Manos comienzan a saludarme, alguno pregunta por mi imperdonable ausencia, otros pocos aún me dan su pésame por la muerte de Pepi. Poco a poco me reconecto con el mundo, no es como antes, cuando Pepi era mis ojos, tampoco como cuando mis ojos veían por sí solos. Se siente como un fino cabello en tensión que está a punto de romperse, uno de sus extremos lo sostengo yo, y el otro, las personas a mi alrededor, todos jugando con él, todos intentado ayudarme, pero el pelo sigue en tensión.


Entonces el padre entra y su enseñanza comienza. Lo escucho, para mí sus palabras no han cambiado, pero ahora las recibo sin buscar sacar nada en claro. Solo me dejo llevar por la corriente, dejando que entren. ¡Que se quede lo que se tenga que quedar y que el resto salga sin perturbar! Pronto oigo una sonrisa silenciosa a mi costado, es sutil y bajita, imposible de captar por el predicador de la palabra de Dios.


Nos levantamos un par de veces y nos volvemos a sentar otras tantas. De cuando en cuando, la respiración de la personita próxima a mí emite pequeños suspiros y un par de risas suaves. No parecen de burla, más bien de resignación.


Ahora el inolvidable momento de "daos la paz del Señor", y antes de que el padre termine su frase, siento una mano que toma la mía y la ofrece a los otros, un gesto atento, un recuerdo de Pepi. No es su mano, pero sí su intención. La última mano que estrecho es la mano amiga que me ha ayudado a estrechar las demás. "Gracias". Es su mensaje al volver a sentarnos. No cabe duda, recuerdo su mano, el recuerdo de la juventud.


Al terminar la misa.


—¿Lo acompaño a alguna parte? —pregunta la fina voz.


—A mi casa —pido cortésmente.


***


Pregunto la dirección y camino junto a él por las calles del barrio hasta el domicilio. Me dedico a hablarle y describirle las personas que pasan a nuestro lado y comento algo acerca de uno de los comercios que ha cambiado por su calle. Desconozco si aquello le interese a Rafael, pero me siento segura al hablar sobre el tema.


Rafael me pregunta sobre mi vida, la voz de mi abuela viene a mi mente, de pequeña ella me acompañaba a casa desde la escuela. Esclarezco que la vida estudiantil no es tan divertida como la imaginaba, pero que las salidas con los amigos aún son placenteras.


Ahora es su turno, Rafael relata su historia. Ahora sé que su mujer se llamaba Pepi, que tiene dos hijos y que vive con un amargado enfermero.


Llegamos a su casa y pregunto si puedo recogerlo el próximo domingo, Rafael asiente.


***


Los años han pasado y aún me acompaña la presencia de aquella chiquilla que me recoge cada domingo en la puerta de mi casa. Ahora desayunamos en el bar que Pepi y yo compartíamos, haciendo el mismo recorrido de vuelta a mi casa y pasando justo en frente de la iglesia del barrio, lugar al que a ninguno de los dos nos interesa asistir, pero al que continuamos entrando.






MiRAVEN

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